Crítica de La Zona Vacía

 Crítica de La Zona Vacía

Los recovecos de la pedofilia

Un recuerdo de la infancia del protagonista Luis son el punto de partida de La Zona Vacía, donde observamos la celebración de una de sus fiestas de cumpleaños, y entre medias, a Luis de mayor observando esta escena como si lo estuviera viendo desde el sofá de su casa. Kurro González nos expone en su segunda película las vicisitudes de un trastorno psiquiátrico que brota en Luis (Francisco Conde) a causa de la llegada de una vecina nueva a su edificio, Iris (Silvia Castellón).

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El predominio del uso del blanco y negro durante toda la película nos revela que el tema principal está en un terreno pantanoso, que se mueve entre la decencia y la inmoralidad, entre el bien y el mal. Aunque lleguemos a esta conclusión más o menos en el ecuador de La Zona Vacía, desde un primer momento observamos que Luis y su mujer Ángela (Alba Loureiro) responden al estereotipo de pareja de “son el sol y la luna”: ella siempre viste con colores claros mientras que Luis lleva prendas oscuras; ella siempre aparece en interiores muy iluminados, en cambio Luis se sitúa en interiores apagados, incluso cuando están comiendo juntos, ella se sienta en una silla blanca y él en una silla negra. Además, ella es muy sociable, cuando vienen nuevos vecinos, se muestra acogedora, agradable y les invita a cenar. Pero en Luis da la sensación de que prefiere seguir en su vida monótona y anodina sin que nada le perturbe, porque no le interesan ni hacer amistad con los nuevos vecinos, ni hacer planes distintos con Ángela.

 Kurro González nos sitúa en el punto de vista de Luis, y observamos repetitivos planos cerrados y enigmáticos de su rostro en los momentos que pasa a solas, mirándose al espejo, o en los recorridos en su coche hacia el lugar de trabajo… Y nos hacen pensar que tiene algo en su interior que no quiere expresar. El día de la actuación de ballet de Iris, la hija de los nuevos vecinos, es de las pocas escenas que vemos donde resalta un color dentro del blanco y negro imperante: el rojo. El color del deseo, de la atracción, de la tentación, lo lleva puesto en un traje de caperucita roja esta niña durante el baile y se solapa con primerísimos primeros planos de Luis en donde somos capaces de introducirnos en sus pensamientos y adivinar la angustia que siente por la enfermedad que sufre.

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Tanto la dirección de Kurro González como la actuación de Francisco Conde transmiten de manera ejemplar la vergüenza que siente el protagonista al darse de cuenta de su problema: mostrar únicamente la sombra del perfil de Luis durante la consulta de la psicóloga refleja el pudor de su confesión; expresar sin palabras, solo con gestos de desesperación, el dilema moral que tiene y que, tarde o temprano, debe contar a su mujer. Conde realiza una fantástica interpretación que lleva al espectador a entenderle y sentir lástima por él, ya que vemos que es consciente de su problema, pero sabe que si lo cuenta, nadie se va a poner de su parte. Aquí es donde se aprecia que Luis no es el personaje oscuro que parecía, que es la enfermedad que tiene la que le hace tener que decidir si contarlo, y que se resquebraje la vida que tiene o seguir ocultándolo y no saber si en algún momento va a caer.

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La Zona Vacía nos expone una visión casi condoliente de las personas que poseen este trastorno para hacernos reflexionar sobre su situación. Sin caer en lo fácil o en el sensacionalismo muestra de manera muy sofisticada los acercamientos hacia su objeto de deseo, así como la mezcla de rabia e impotencia que siente al tener esos pensamientos en su mente y no poder controlarlos. Una película sutil sobre un tema peliagudo, con una interpretación principal que nos sitúa a la perfección en los recovecos de la pedofilia.

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